sábado, 16 de febrero de 2008

PSICOLOGIA Y DERECHOS HUMANOS

Faber Alzate

Sabemos que los derechos humanos en Colombia se violan de manera cotidiana, masiva y sistemática; sabemos que éste es uno de los problemas más acuciantes, de mayor agrietamiento y de destrucción del tejido social y de la democracia. Sin embargo sabemos, igualmente, que los derechos humanos son una valiosa herramienta para enfrentar el abuso de la violencia, la barbarie, la destrucción del hombre por el hombre, el atraso y la pobreza. En este sentido, los derechos humanos se insinúan como una herramienta sustantiva para las ciencias sociales, pues ellas no sólo abrevarán y podrán direcionar su ejercicio profesional y científico, sino que también contribuirán a su comprensión y restauración donde estos se ven comprometidos. Particularmente, la psicología no debería perder de vista la articulación a los derechos humanos, es decir, su preocupación por la justicia social, la libertad, la dignidad, la construcción del tejido social y, en suma, la necesidad de “ordenar el mundo desde el punto de vista de la vida”.

Bien se podría insinuar que la psicología en su largo trasegar no ha comandado una preocupación manifiesta, decidida y posicionada en el campo de los derechos humanos. Quizás ha sido más bien a partir de los años 80 del siglo XX que se pueden encontrar algunos esfuerzos en este sentido, los cuales descansarían en Ignacio Martín Baró, Elizabeth Lira y el equipo de psicólogos chilenos que la ha rodeado y, últimamente, en España a cargo de Luís de la Corte Ibáñez, Amalio Blanco y José Manuel Sabucedo.

El trabajo propuesto aquí quiere, entonces, contribuir en cierta forma a pensar la articulación entre la psicología y los derechos humanos, a partir de algunas líneas que se consideran relevantes. Cuatro se piensan al respecto: el conocimiento y la comprensión de lo psicológico o subjetivo que subyace en la violación de los derechos humanos (causas y efectos); la intervención, restablecimiento o restitución psíquica de las personas a raíz de la violación de los derechos humanos; el agenciamiento de una ética mínima; y la preocupación de la puesta en escena de una cultura mínima. En estas líneas o frentes es posible que la psicología represente en sí un papel fundamental. Pero, aunque en ellas se juega lo fundamental, aquí en este trabajo solamente se intentará desarrollar las dos últimas, dejando las otras líneas para pendientes, además de remitir a un trabajo anterior propuesto como “Psicología y derechos Humanos”[1].

Hacia una ética miníma

La psicología aparece como una disciplina decimonónica que ha intentado dar cuenta de lo humano, de la subjetividad o de los psicológico presentado de diversas maneras: la conciencia, la conducta, la mente, lo cognitivo, los aspectos sociales de la vida mental, entre otras. En ese trasegar el quehacer psicológico ha cometido abusos con respecto a los sujetos que ingresan a su dispositivo, además ciertas investigaciones llevadas a cabo en esta disciplina han conducido a la violación de los derechos humanos. Los abusos a nivel de lo clínico y de las investigaciones hacen parte de la historia de la “infamia” de la psicología, mas la preocupación por enfrentar ello y por promover y defender los derechos humanos puede pensarse a nivel de lo que Omar franca-Tarrago nos propone en su trabajo “Ética para psicólogos. Introducción a la psicoetica” (1996): “En los ámbitos institucionales el psicólogo no solo debe ser un profesional individualmente intachable desde el punto de vista ético, sino también promotor y guardián de una ética mínima. Esta ética ha de ser aquella formulada por los códigos de ética de la profesión y aquella que establecen las leyes civiles con relación a los derechos fundamentales pero, sobre todo, la ética formulada por la declaración Universal de los Derechos Humanos”[2] Lo anterior alude para el psicólogo en las instituciones, mas también compete al psicólogo en cuanto tal, esto es, al psicólogo en su accionar, en su quehacer profesional y científico. Esta propuesta de una ética mínima habría que pensarla en el caso del psicólogo, aunque también valdría para otros profesionales, a nivel del código ético, de constitución colombiana y, sobre todo, de la declaración Universal de los Derechos Humanos.

¿Cómo contribuye, entonces, el psicólogo al campo de los derechos humanos? Una primera respuesta sería asumiendo el código ético, como elemento determinante de una ética mínima, el cual se presenta como una organización sistemática del Ethos profesional y que comprende una serie de principios y normas que emergen del rol social del psicólogo. Allí se habla de responsabilidades, de competencias, de obligaciones, del secreto profesional, de las relaciones del psicólogo con los demandantes, los colegas y con la sociedad, entre otras normas o principios. En el código de ética establecido en 1986 por el consejo profesional de psicología (aunque en 1953 se presenta el primer código de ética del psicólogo publicado por la APA) se encuentran ya referencias explicitas a los derechos humanos, a saber: el articulo ocho manifiesta que el psicólogo debe evitar llevar a cabo o apoyar prácticas inhumanas y discriminatoria…; el articulo nueve apunta a que el psicólogo debe evitar acciones que violen o lesionen los derechos humanos civiles…; y el artículo veintiuno establece ciertas reglamentaciones con respecto a las investigaciones con seres humanos.

Con este código se ponen límites al quehacer y práctica psicológica. En consecuencia, a lo mejor la reflexión de los derechos humanos ha venido a estar presente a partir de la preocupación ética y el adecuado hacer. Claro, el código ético no sería propiamente una reglamentación ética, sino más bien moral, un código moral del psicólogo. Etimológicamente parecería que la ética y la moral serían sinónimos, pues la moral viene del latín Mores que significa hábito o costumbre, mientras que la ética vendría del griego Ethos que significa, también, habito o costumbre. Sin embargo, en sentido estricto ellos estarían apuntado a significados diferentes, donde la moral aparecería más bien como un modo de conducta o comportamiento determinado y la ética como una reflexión sobre la moral o sobre los modos de conducta o comportamiento. Fernando Savater nos ha recordado que la ética sería el arte del buen vivir y aparecería como teoría de la moral, la reflexión filosófica de la moral, el estudio crítico conceptual y pragmático de la misma. Moral y ética serían dos cosas diferentes, pero no por eso habría que situarlos de manera separada, sino más bien como una dimensión ético-moral necesaria en la conducción de los derechos humanos. En este sentido, la ética implica una reflexión filosófica de la moral, con lo cual no sería posible pensar a esta sin la moral, pero en un sentido inverso las cosas no serían tan claras: por la vía de la moral hacia la ética. Por lo cual, la imbricación no sería tan inmanente. El código “ético”, moral o de moralidad le pone límites al quehacer del psicólogo, posiciona una actitud respetuoso y, por lo mismo, defensora de los derechos humanos. Sin embargo, la dimensión ético-moral se insinúa como una exigencia, como un imperativo en la contemporaneidad.

En una preocupación sobre la psicología y los derechos humanos invocar el código profesional no es suficiente, aunque ello ya es algo importante en la articulación de dicha preocupación y en la escenificación de una ética mínima. Habría que insistir en una dimensión propiamente ético-moral, al igual que en los demás componentes o aspectos.

Un segundo aspecto concerniente a esta ética mínima estaría dado por la importancia de lo institucional en cada realidad concreta. Carlos Erole en su trabajo “Derechos humanos: compromiso ético del trabajador social” de 1997 subraya que en Argentina los derechos humanos tienen un rango constitucional que el trabajador social debe tener en cuenta. De la misma manera, en el caso colombiano (la constitución de 1991) los derechos humanos adquieren reconocimiento y, por lo tanto, status legal y constitucional. Allí, se plasman las diversas generaciones y los mecanismos de protección concernientes a los derechos humanos. En el título dos, capitulo I encontramos los derechos civiles y político que van del artículo 11 al 41; los derechos económicos, sociales y culturales, capitulo II, van del artículo 42 al 77; los derechos colectivos y del ambiente, capitulo III, van del artículo 78 al 83; el capitulo IV tiene que ver con la protección y aplicación de los derechos y el capitulo V con las obligaciones y deberes. ¿De qué le sirve ello al psicólogo, a la psicología? A nivel del trabajo clínico individual debería conllevar a la observancia de la no interferencia, a no atentar contra la libertad negativa: no interferencia en las actuaciones del individuo y en su esfera de intimidad. La constitución, por ejemplo, en el artículo 15 establece que toda persona tiene derecho a su intimidad personal, familiar y a su buen nombre, el artículo 16 sitúa el derecho al libre desarrollo de la personalidad, el artículo 21 el derecho a la honra, el 28 sitúa la libertad de toda persona, entre otros. La observancia no se restringiría a la libertad negativa, a los derechos civiles y políticos; a que estos no sean afectados por la intervención o práctica profesional. También se refiere a la libertad positiva en tanto libertad para hacer algo; libertad que revindica la liberación de las necesidades insatisfechas; una libertad frente al hambre. Libertad que se encuentra en correspondencia con los derechos de segunda generación (económicos, sociales y culturales). Igualmente, la observancia alude a los derechos de tercera generación, aquellos colectivos y del medio ambiente.

La psicología o el psicólogo apuntaría a la ética mínima en tanto se sitúa en razón a la Constitución, a partir entonces de una concepción amplia de la libertad en donde ha de tener en cuenta las diversas generaciones de los derechos humanos o, como lo señala Angelo Papacchini[3], los paradigmas distintos de dignidad: paradigma clásico, paradigma de satisfacción de las necesidades y paradigma de la autenticidad o reconocimiento de las diferencias.

La ética mínima, estaría también y, sobre todo, núcleada por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aquella declaración propuesta el 10 de diciembre de 1948 y que consta de un preámbulo y 30 artículos. Declaración aprobada por 55 estados de los 58 miembros: 48 a favor, 8 abstenciones y ninguno en contra. El presidente de la Asamblea proclamó que con ella “millones de personas, hombres, mujeres y niños de todas partes del mundo, buscaran ayuda guía e inspiración”. La Declaración Universal se ha convertido en un punto necesario de referencia y orientación. Papacchini ha señalado que con la Declaración se dio un hecho sin precedentes en la historia de la humanidad. A diferencia de las declaraciones anteriores, esta se diferencia por su Universalidad y su Positividad: “con la declaración de 1948 se inicia una tercera y última fase en que la afirmación de los derechos es al mismo tiempo Universal y Positiva: Universal en el sentido de que los destinatarios de los principios en ella contenidos son todos los hombres, y no solamente los ciudadanos de un estado determinado: positiva, en el sentido de que ella inicia un proceso al final del cual los derechos del hombre no son simplemente reconocidos en el plano teórico, sino efectivamente protegidos contra el mismo estado que los ha violado”[4]. Esta declaración incluye ya derechos económicos, sociales y culturales y el Estado se verá no sólo como un límite, sino como una instancia positiva encargada de satisfacer demandas de salud, bienestar y dignidad.

Allí en la Declaración Universal se incluirán los derechos económicos, sociales y culturales en los cuales fue determinante la participación y presión de los países Latinoamericanos y de Europa del Este. Con ello, se avanza en la concepción de la libertad y en la concepción del poder del Estado frente a los derechos. El estado se verá no sólo como un límite, como una instancia que limita y niega, sino como “instancia positiva encargada de satisfacer las demandas de salud, bienestar y dignidad”. Con la Declaración Universal se da un hecho importante, aunque no deja de ser una declaración abierta y sujeta a nuevas situaciones o acontecimientos en el campo de los derechos humanos. Es decir, la declaración es amplia, mas no es una declaración “exhaustiva y definitiva” con respecto a los derechos. En la búsqueda de la dignidad y la libertad ella hace parte, una parte muy importante y trascendental, de su mismo devenir.


El psicólogo se presenta así, como promotor y guardián de una ética mínima, como un “sagas” consejero para la custodia de los valores éticos fundamentales que permite direccionar su práctica a partir de un adecuado hacer, además de cumplir una función de información y denuncia allí donde ellos se ven comprometidos. La psicología y los derechos humanos tendrían, entonces un frente sustantivo a nivel del agenciamiento de esta ética mínima, dada en razón al código ético, a la dimensión ético-moral, a la Constitución Colombiana de 1991 y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Hacia una cultura de los derechos humanos

El establecimiento de los derechos humanos debe pensarse en términos de la puesta en escena de una cultura y ésta entendida en tanto creencias, valores, ideas y modos de hacer compartidos. Así entendida la cultura, ella bien podría pensarse a partir del saber, de la voluntad, de la política y de la ética.

El concepto de cultura es polisémico, pues son diversas las definiciones que encontramos de ella. Sin embargo, Antonio Ariño[5], sociólogo español, ha aislado tres plazas o tres sentidos en los cuales se puede situar: como jerárquica (sentido Humanista), como diferencia (sentido Antropológico) y como campo o esfera (sentido sociológico). Aquí aludimos para la comprensión de lo propuesto, a un sentido más bien antropológico, pero no tan amplio como se podría encontrar en ciertos antropólogos entre los cuales se destaca Edward Taylor. Así, tendríamos que una cultura de los derechos humanos debería apuntar a un saber (ideas), a unas creencias, valores y modos de hacer compartidos, para lo cual se hace necesario un conocimiento de los derechos humanos. Se necesita promover, difundir y fomentar estos en razón a una campaña pedagógica, de conocimiento y de sensibilización. Que las personas sepan, por ejemplo, que los derechos humanaos son “reivindicaciones de unos bienes primarios considerados de vital importancia para todo ser humano que concreta en cada época histórica las demandas de libertad y dignidad. Estas reivindicaciones van dirigidas en primera instancia al estado, y están legitimadas por un sistema normativo o simplemente por el reconocimiento de la comunidad internacional”[6]. Definición que conlleva, entonces, a pensar los derechos humanos como reivindicaciones, como bienes primarios, históricamente situados, dirigidos en primera instancia al Estado y legitimados por un sistema normativo o reconocimiento por la comunidad internacional.


Es importante que las personas sepan el sentido de los derechos humanos, que hay una historia que viene de tiempo atrás, desde las revoluciones burguesas del siglo XVIII con lo cual se sitúa la “era moderna” de estos y que el 10 de diciembre se establece una Declaración Universal. Un conocimiento, además, de la Constitución Colombiana de 1991, de las diversas generaciones de derechos (paradigmas de dignidad), de los mecanismos de protección y de las obligaciones. Es decir, hay que darle toda su importancia al discurso de los derechos humanos, en razón a que una cultura de ellos implica, una cierta labor pedagógica o educativa. Claro, ello no es suficiente, pues si creyéramos que con un posicionamiento a nivel del saber ya estaríamos en una cultura de los derechos huimanos, caeríamos en una especie de percepción (obstáculo) racionalista. Hay que trabajar en aras de lo que la psicología social ha llamado un cambio de actitud, un cambio que implica un trabajo arduo a nivel de procesos cognitivos, afectivos y conativos. Inclusive Richard Rorty, un filosofo pragmatista Estaudinesnse, ha señalado en un trabajo titulado “Derechos Humanos, racionalidad y sentimentalidad” que habría que educar a los sujetos en la sensibilidad, trabajar de cara a valores como la tolerancia, la simpatía, el amor, la solidaridad y el rechazo al dolor y la humillación. Sólo así sería posible el empeño en este campo.

Una cultura de los derechos humanos implica también voluntad. De nada sirve conocer los derechos, de saber de ellos, si no se establece la voluntad para llevarlos a cabo. Shopenhauer situaba el mundo como representación, pero también como voluntad. Hay que pensar en que la voluntad, el querer se presenta como algo fundamental en el propósito aquí establecido; una voluntad donde la acción y la presencia del sujeto se convierte en aspectos a tener en cuenta. Bien habría que apostarle a la construcción de sujeto, pero este no entendido en términos de individuo, sino que el sujeto es el individuo que se ha convertido en actor social. La voluntad, la acción esta del lado del sujeto. Hay un sociólogo muy importante en la contemporaneidad, Alain Touraine, que en 1997 publicó un trabajo muy importante titulado “¿Podremos Vivir Juntos? Iguales y Diferentes”. Este trabajo ya es un “tratado” de derechos humanos. Allí Touraine, desarrolla la idea de sujeto como un elemento sustantivo para la convivencia, para poder vivir juntos, pero iguales y diferentes que sería realmente el problema actual. La misma psicología social propuesta por Sergio Moscovici, habla de minorías activas, nómicas, es decir, aquellos sujetos, grupos o sociedades que serían capaces de cuestionar “el orden de las cosas” y establecer proyectos alternos. La voluntad, la acción y el sujeto aparecen allí como aspectos claves en o para la habilitación de nuevas posibilidades de cambio, de transformación o configuraciones sociales. Asunto necesario al pensar en una cultura de los derechos humanos. La voluntad-acción, le apuesta a un sujeto activo, transformador, o como se señala desde cierta psicología, a alguien asertivo, esto es, que sea capaz de pronunciarse y defender sus derechos, su dignidad y libertad cuando esta se encuentre vulnerada; de ser capaz de llevar a la práctica su propio saber.

Hay otro elemento importante para que se pueda llevar a cabo esa cultura de derechos, y es el asunto de la política. Una cultura de derechos no puede florecer en marcos o regimenes autocráticos o totalitarios; la cultura de derechos necesita como fondo formas de gobierno democráticas, pues donde más se violan los derechos humanos ha sido en esos regimenes autocráticos o totalitarios, piénsese en las dictaduras militares en Latinoamérica en los años 60, 70 y 80 (Brasil, Chile, Argentina, Paraguay, entre otros); piénsese en el nazismo, el fascismo, el franquismo y el estalinismo. Es decir, en esa era que se ha llamado la “era de la tiranía”, situada entre las dos guerras mundiales donde se violó de manera flagrante los derechos humanos.

Se dirá que en Colombia no se ha tenido dictaduras militares, quizás Rojas Pinilla, y sin embargo aquí se han violado permanentemente estos. El profesor Estanislao Zuleta señalaba en una ocasión que vivimos una situación paradojal, pues Colombia aparecería a la mirada internacional como una democracia y que no se contaba con dictaduras militares perpetuadas en el poder, pero que la violación de los derechos humanos aquí se ha presentado como en ninguna otra parte. Con todo, lo del carácter democrático habría que pensarlo en Colombia más bien a nivel de una democracia alicaída, enferma o vacía. En ello nos puede asistir las formulaciones de Touraine o las de Anthony Giddens cuando, éste último, plantea que la democracia implica tres principios: Participación efectiva entre partidos políticos por puestos de poder, elecciones libres y regulares con participación del grueso de la población y derechos civiles (de asociación, de pensamiento, de expresión, entre otros)[7]. A ellos le podríamos incluir el principio de la garantía de las minorías frente a los abusos de las mayorías. De ahí, que la democracia colombiana no saldría bien librada.

La democracia es aquella forma de gobierno que garantiza la consolidación de los derechos humanos y, por lo tanto, una cultura de los derechos implicaría unas condiciones sociales y políticas que permitan su presencia: el agenciamiento de la democracia, su profundización o democratización de la democracia. En Colombia la situación es más bien delicada, como nos lo demuestra los informes de la “Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo” en sus trabajos “El Embrujo Autoritario” (2003) y “Reelección: El embrujo continúa” (2004).

Una cultura de derechos implicaría igualmente el asunto de la ética. En una sociedad donde la política, la economía, la ciencia y los derechos humanos están en crisis, la ética puede, quizás, poner en su justo medio a tales esferas. Claro, los derechos humanos ya son un agenciamiento ético, ya son un código ético (moral). Entonces, los derechos y particularmente la Declaración Universal ponen en su justos medio a la sociedad. La ética en tanto exige una coherencia en el pensar, el sentir, el decir y el hacer. Una cultura de los derechos humanos debería sostenerse como propuesta ética-moral; en ello habría que insistir.

Con todo, se puede pensar que la ética implica también lo que sería el revés de los derechos, esto es, una serie de responsabilidades y deberes. Que no se puede pensar una cultura de derechos sin responsabilidades: Derechos Sí, pero con responsabilidades.


Así, pues, que una cultura de los derechos humanos bien podría implicar un saber, una voluntad, una política y una ética y que el psicólogo en este caso tendría un lugar importante en el agenciamiento de ella. Claro, no se puede pensar que esto sea una tarea fácil y que con ello ya este ganada la cultura de los derechos humanos. No, hay que partir del hecho de que el agenciamiento de una cultura de derechos es una tarea insostenible, es una tarea imposible. Es insostenible, es imposible, pero es necesaria. Es insostenible porque nos vemos enfrentados a una serie de factores de todo orden (sociales, económicos, políticos, psicológicos) que laboran en contra de ella. Insostenible, porque a nivel del orden psicológico, nos vemos enfrentados a lo que sería el sujeto del inconsciente y a la idea de que el prójimo no es tan próximo, pues el nos acecha por entre las ramas. No podremos desconocer, lo que ya Freud señalaba retomando a ese gran poeta alemán Henrich Heine:

Tengo la disposición más apacible que se pueda imaginar
Mis deseos son:
una modesta choza
un techo de paja
pero buena cama, buena mesa
manteca y leche bien fresca
unas flores ante la ventana
algunos árboles hermosos ante la puerta
y si el buen Dios quiere hacerme completamente feliz
me concederá la alegría de ver colgados en estos árboles
a unos seis o siete de mis enemigos.
Con el corazón enternecido
Les perdonaré antes de su muerte
Todas las iniquidades que me hicieron sufrir en vida.
Es cierto:
se debe perdonar a los enemigos
pero no antes de su ejecución.


Hay, entonces, una realidad subjetiva o psicológica que no se debería perder de vista a la hora de trabajar por una cultura de los derechos humanos. Allí se evidencia fuertemente el carácter insostenible; ella es una tarea imposible, pero es una tarea necesaria, pues no contamos con otro instrumento tan preciado y fundamental para enfrentar la violencia, la barbarie, la injusticia, el problema de la libertad y la dignidad, como el atraso, la pobreza y la construcción de un nuevo tejido social, es decir, para “orientar el mundo desde el punto de vista de la vida”. El psicólogo y los diversos profesionales han de hacer allí sus apuestas.




Bibliografía

[1] ALZATE, Faber. Psicología y derechos humanos. Monografía, 2000
[2] TARRAGO, Omar-Franca. Ética para psicólogos. Introducción a la psicoética. Bilbao: Descleé, 1996, p. 287-8.
[3] PAPACCHINI, Angelo. Derechos humanos, un desafío a la violencia. Colombia: Altamir, 1997. p.22
[4] BOBBIO, Norberto. Sobre la fundamentación de los derechos humanos. En: Bobbio, Op. Cit. P.14
[5] ARIÑO, Antonio. Sociología de la cultura. Barcelona: Ariel, 1997
[6] PAPACCHINI, Angelo. Filosofía y derechos humanos. Cali: U. del Valle, 1997. p.43
[7] GIDDENS, Anthony. Un mundo desbocado. España: Taurus, 2000, p.82

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